sábado, 16 de enero de 2021

Zuckerberg no debió callar a Trump


En la tarde del 3 de noviembre, cuando todavía se estaban contando votos en algunas zonas de Estados Unidos y el escrutinio se empezaba a decantar hacia Joe Biden, el presidente Donald Trump compareció desde la Casa Blanca para denunciar que "si contamos los votos legales, ganamos fácilmente. Si cuentas los ilegales nos van a tratar de robar". Era una acusación tan grave al sistema electoral del país -base de la democracia- que tres grandes cadenas de televisión, CNN, ABC y CBS, decidieron interrumpir la rueda de prensa y dar paso a los presentadores de esos especiales informativos, que denunciaron acto seguido el ataque sin base probatoria que estaba haciendo el presidente contra los pilares democráticos de Estados Unidos.

La decisión fue aplaudida por muchos periodistas, profesores de comunicación y analistas. ¿Para qué servir de altavoz de un político que mentía flagrantemente y podía soliviantar a sus seguidores? En cambio, otros muchos criticaron el corte, al considerar que la misión informativa de un medio de comunicación es, precisamente, dar voz a los protagonistas de la actualidad. Luego vendrá la opinión para criticar o alabar lo que ese protagonista ha dicho.

Este debate sobre la libertad de expresión de un político no es nuevo, pero la brutalidad -llamémosle así- de las declaraciones de Trump, que se ha saltado todas la barreras en estos cuatro años de mandato, lo ha enardecido de tal forma que ha llegado al final de su presidencia, no ya criticado por la mayoría de los medios de comunicación, sino expulsado de las redes sociales, como ha ocurrido con Facebook e Instagram. Una decisión que conviene preguntarse si tiene razón de ser, por muy Trump que sea Trump.

Mark Zuckerberg, fundador de Facebook y dueño de Instagram, nunca había sido partidario de controlar los contenidos que circulaban por sus redes sociales. "No queremos ser árbitros de la verdad ni desalentar el intercambio de opiniones", decía cuanto empezó a plantearse cambios en Facebook. Zuckerberg, creo que con razón, quería que Facebook siguiera siendo una herramienta para "compartir todo con todos" y no tener que vigilar el incontrolable flujo de comunicaciones que circula por la red. Fueron precisamente las críticas que surgieron a raíz del papel de Facebook y otras redes sociales en la ascensión y victoria de Donald Trump en 2016 -escándalo Cambridge Analytica incluido- lo que hizo cambiar de opinión al fundador.

En los primeros días de enero de cada año, Zuckerberg escribe un post sobre lo que espera de Facebook para ese año. En 2018, acosado ya por las críticas, incluyó que su propósito era "arreglar Facebook": "Mi desafío personal para 2018 es centrarme en solucionar estos problemas importantes. No evitaremos todos los fallos o abusos al aplicar nuestras políticas y evitar el uso indebido de nuestras herramientas pero ahora cometemos demasiados errores". Y decidió crear un consejo asesor compuesto por 20 personalidades de todo el mundo que se encargan de vigilar la libertad de expresión en Facebook, nada menos. Entre esos expertos está uno de los periodistas más relevantes de los últimos años, Alan Rusbridger, director de The Guardian durante veinte años.

Y el último paso de ese "arreglar Facebook" ha sido el cierre temporal de las cuentas de Donald Trump, tras su vergonzoso alentamiento del asalto al Capitolio. Esta decisión es trascendental en la historia de Facebook, porque por primera vez aplica la censura previa a un líder político mundial democráticamente elegido. Se puede discrepar sobre la eliminación del post o del tuit de un político si incita al odio o la violencia, pero ¿qué papel se arroga una red social cuando decide aplicar esa censura previa a un presidente de EEUU, por muy peligroso que sea ese presidente de EEUU? ¿Ha dejado de ser esa red social una plataforma para "compartir todo con todos" para convertirse en medio de comunicación al uso, con una línea ideológica predeterminada? ¿Terminará la cosa en Trump, o seguirá con otros líderes populistas -como Bolsonaro, Orban, Maduro o Correa- o no populistas pero cuyas opiniones disgusten a una determinada red social?

¿Se admitirán desde ahora comentarios como el que hacía el hoy ministro Alberto Garzón en Twitter en enero de 2013: "Hay opciones no parlamentarias: materializar en la calle la deslegitimación de este sistema. Forzar la dimisión y nuevas elecciones" ¿Quedará esa censura previa en las incitaciones a la violencia y al odio o tratarán también las mentiras? Porque aquí no habrá político que resista un análisis de su página o de su timeline.

Un ejemplo de ayer. Twitter eliminó los tuits de Trump en los que atizaba la rebelión y el asalto al Capitolio del pasado miércoles. Sin embargo, ayer sí dejó que Trump publicara su declaración sobre la condena de los hechos, sabiendo, como sabemos todos dentro y fuera de Estados Unidos, que esa condena es una flagrante mentira.

Es el problema de convertirse en un censor-moderador de los contenidos: la delgadísima línea roja entre la censura y la libertad. No es la razón de ser de una red social, por mucho que nos molesten las opiniones de algunos usuarios. Sobre todo, porque alguien tiene que decidir qué se publica y qué no y quién puede escribir libremente y a quién hay que censurar. Y eso, en un servicio que ha enganchado a miles de millones de ciudadanos es muy muy peligroso.

(Publicado en El Mundo el 9 de enero de 2021)

De Eurovegas a BCN World


Ha muerto Sheldon Adelson. El magnate de los casinos de Las Vegas, republicano en Estados Unidos y uno de los principales financiadores de Donald Trump. Adelson protagonizó un episodio en España hace apenas nueve años sobre el que hay cosas que comentar. Buscaba un lugar en Europa para expandir su lucrativo negocio y pensó en España.

La idea era crear un macrocomplejo de juego y turismo en el que invertiría 35.000 millones de dólares para construir seis grandes casinos y doce zonas vacacionales con 3.000 habitaciones hoteleras cada una. Se trataba de levantar un nuevo Las Vegas, que, según las estimaciones de los impulsores, atraería unos 11 millones de turistas cada año, que dejarían unos 15.000 millones de euros anuales. Y generaría más de 200.000 puestos de trabajo. Eso sí, allí donde colocara su proyecto, las autoridades deberían ofrecerle unas condiciones tributarias que hacían del complejo casi un paraíso fiscal.

Era 2012. Se fijó primero en Cataluña, pero allí se desechó la cosa a las primeras de cambio, sobre todo por discrepancias con la Generalitat -con Artur Mas a la cabeza- en la ubicación del complejo. Y el proyecto llegó a Madrid, donde fue acogido con entusiasmo por la Comunidad, presidida en esa etapa por Ignacio González. El Gobierno regional eligió los terrenos en Alcorcón, cuyo alcalde era el hoy consejero de Vivienda, David Pérez.

El entonces consejero de Economía y Hacienda, Percival Manglano decía que Madrid era idónea para acoger el proyecto por su "entorno fiscal favorable". Pero Adelson quería más: la práctica exención fiscal de las actividades que se desarrollaran en su complejo, como reconocía el propio Manglano: "No se ha puesto encima de la mesa que no se pague ningún tipo de impuesto. Se van a pagar impuestos si esta inversión se hace en España, lo que no está cerrado todavía es de qué tipos estaríamos hablando".

Al final, el macrocomplejo que tanto quería la Comunidad de Madrid y para el que ya tenía casi comprometidos los terrenos se vino abajo porque el Gobierno de Mariano Rajoy entendió que no se podía crear un paraíso fiscal dentro de España y, sobre todo, dentro de la Unión Europea. El sueño apenas duró dos años: Adelson renunciaba al mismo a finales de 2013.

Pero hay más. Madrid estuvo tan cerca de hacerse con los casinos que a la Generalitat de Cataluña le entró envidia y se decidió a poner en marcha su propio macrocomplejo de ocio. En 2012 encargó a al otrora empresario inmobiliario valenciano Enrique Bañuelos -se hizo de oro con Astroc en los años del boom, cayó y se levantó invirtiendo otros países- que liderara junto a La Caixa y la propia Generalitat un proyecto similar al de Adelson, BCN World, que, a pesar del nombre, se situaría en Tarragona, junto al parque de atracciones Port Aventura.

Ni Eurovegas existe porque a aquella Comunidad de Madrid no le dejaron llevar al límite sus propuestas de rebajas de impuestos. Ni se espera tampoco a BCN World, cuyo proyecto no tuvo ninguna razón económica -ha enterrado millones de euros y todavía hay quien quiere resucitarlo- sino simplemente que Madrid no adelantara en riqueza y en exposición internacional a Cataluña. Ninguno de los dos proyectos tenían sentido tal y como se plantearon. Y todo ocurrió hace menos de diez años.