Me gustaría pagar los impuestos justos para mantener el 
estado de Bienestar y unos servicios públicos adecuados y no para 
costear la ineficacia o la corrupción de algunos gobernantes. Hablo de 
los aeropuertos sin usar, de las autopistas de peaje que ahora hay que 
rescatar, de las ¿miles? de rotondas con sus correspondientes ¿miles? de
 monumentitos, de los cientos de miles de subvenciones a los amiguetes, 
de los sobrecostes de casi cualquier contrato público. Me refiero a los 
cientos de empresas públicas que nacen al amparo de ministerios, 
consejerías y ayuntamientos, que se nutren de personal mucho mejor 
pagados que los funcionarios -más gasto- y se perpetúan así en el 
tiempo. Hablo de las televisiones públicas sobredimensionadas que 
necesitan el doble de presupuesto que una privada para llegar a la mitad
 de lo que alcanzan éstas.
Me gustaría que lo que pago 
por los servicios básicos que uso habitualmente fuera sólo el coste real
 de esos servicios y que no se incrementara hasta el infinito porque los
 gobiernos mantienen esa cierta connivencia con las empresas 
suministradoras de esos servicios. Hablo de la factura eléctrica, en la 
que seguimos subvencionando la producción de carbón nacional o 
sufragando los costes de transición a la competencia de las empresas 
energéticas. Hablo del precio de la gasolina, atado por la falta de un 
mercado abierto de verdad, en el que el productor, el intermediario y el
 vendedor final es el mismo actor en muchas ocasiones. Y atado también 
porque los gobiernos necesitan exprimir con impuestos la venta de 
carburantes para pagar parte del gasto público, también el superfluo.
Me gustaría que los poderes públicos no se aliaran con los intereses de
 sectores que se niegan a innovar para entorpecer el desarrollo 
empresarial y, por tanto, social. Hablo de internet y del mundo asociado
 a las nuevas tecnologías en el transporte, en el turismo, en la banca, 
en el comercio, en la educación, en el entretenimiento, en los medios...
Me
 gustaría poder elegir para mis hijos una educación de calidad de 
acuerdo con mi visión de la sociedad, incluyendo el uso de la lengua. 
Hablo de evitar el adoctrinamiento, de terminar con el cambio de planes 
cada vez que un partido llega al Gobierno. Hablo de introducir 
competencia en la enseñanza obligatoria para estimular a todos los 
implicados, con el fin de que a los buenos les vaya mejor y los malos 
espabilen. Hablo de gestionar la universidad pública con criterios de 
mercado, recompensando a sus responsables cuando lo hacen bien. Entiendo
 por hacerlo bien formar a profesionales cualificados capaces de 
trabajar en cualquier parte del mundo y apoyar la innovación 
empresarial. ¿Nunca se han preguntado por qué no hay ninguna universidad
 española entre las cien primeras del mundo y, en cambio, nuestras 
escuelas de negocios se sitúan año tras año entre las veinte mejores del
 planeta?
Buena
 parte de esto se resume en una frase: que la política no meta las 
narices más allá de donde debe hacerlo. Que cree las condiciones legales
 para que nadie juegue con ventaja y para peroteger al ciudadano ante 
los abusos y, después, que deje hacer. No es fácil. Hagan la lista de 
los asuntos cotidianos en los que la política está metida hasta las 
cejas sin necesidad y verán. A tenor de la experiencia vivida en España 
con lo público -las cajas de ahorros son el mejor ejemplo- no entiendo a
 los supuestos regeneradores que aportan para ello la receta de más 
Estado, que en la práctica se traduce en más Gobierno. Para mí, ésa será
 la piedra de toque de la nueva política que dicen que llega tras el 
20-D.
@vicentelozano
(Publicado el El Mundo el 17 de diciembre de 2015) 
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