Cualquiera que analice el Estado de las Autonomías debe basarse en 
tres claves sin las que no se entiende por qué hemos llegado a la 
trágica situación en la que nos encontramos. La primera y fundamental es
 que en España hay dos comunidades autónomas cuyo objetivo -mejor, el 
objetivo de las mayorías políticas dominantes- es su separación del 
Estado central. Es decir, la búsqueda de la independencia, con un 
horizonte más o menos lejano.
La segunda es que PNV y CiU, parte de esas mayorías políticas
 dominantes, han sido los asideros a los que se han agarrado los 
ejecutivos centrales cuando han necesitado apoyos para asegurar la 
gobernabilidad del Estado. Esto ha supuesto que en legislaturas con 
gobiernos en minoría, esos partidos regionales han sacado todo el jugo 
posible a su apoyo institucional consiguiendo para sus regiones -y por 
ende, para todas las demás- unas dosis de autogobierno y de capacidad 
legislativa que muchos analistas consideran que superan el mandato 
constitucional. 
La tercera clave muestra a la perfección nuestra particular 
forma de ser: si el Ejecutivo de una comunidad autónoma no es del mismo 
signo político que el Gobierno central, inmediatamente pasa a gestionar 
su región como si fuera oposición: lo normal es que haga lo contrario de
 lo que llegue desde Madrid. Son tres principios que, juntos, no 
encontramos en ningún estado federal o confederal del mundo 
desarrollado. Ni en la Canadá del Quebec independentista. Ningún estado 
de EEUU aspira a independizarse de Washington y no sabemos de ningún land alemán que haga de la oposición a Angela Merkel la bandera de su política económica. 
Esto significa que cualquier intento de reforma profunda del 
Estado necesita, claro, el acuerdo entre el PP y PSOE, que debe 
extenderse a todos los gobiernos autonómicos que cada uno mantiene. Pero
 también es indispensable la participación del PNV -en las próximas 
elecciones vascas veremos si también de la izquierda abertzale- y
 de CiU en el proceso. Y como nadie se imagina que estos partidos estén 
dispuestos a devolver una sola de las competencias asumidas en estos 
casi cuarenta años de democracia, esa reforma sólo tiene dos caminos: la
 desaparición del café para todos en las autonomías, de forma que
 en el futuro las comunidades no históricas -las que no cuentan con 
partidos nacionalistas fuertes, no nos engañemos- rebajen 
considerablemente su autogobierno, o que ese «repensar» el Estado 
autonómico, que dice Rajoy, sea una redistribución de funciones 
administrativas para conseguir una mayor eficiencia y eficacia del 
sector público. 
En estos momentos cruciales, España necesita para su 
supervivencia financiera a los dos partidos que más interés manifiestan 
por debilitarla. Es una paradoja. Pero es nuestra paradoja. La que nos hemos dado.

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